Vallenato: lenguaje musical de construcción diacrónica
Por Héctor González
En el ordenamiento sintáctico del discurso musical de Occidente, depositario de la herencia heleno – judeocristiana, pueden observarse ecos de la acentuación prosódica que se han instituido como “normas de buen gusto” o, simplemente, como “lo que suena natural”. Estas unidades convencionales hacen parte de la estructura de las secuencias que proporcionan la idea de sentido completo en música, es decir, las “frases musicales”. Estas últimas son llamadas así por analogía con aquellas del lenguaje corriente (de base latina) que les sirvieron de modelo. En efecto, la curva melódica –melos– del sistema desarrollado por la cultura centroeuropea estableció unas sutiles unidades de sentido que hacen parte de un código que está basado en la alternancia de dos extremos contrastantes, que representan la dualidad tensión–distensión, principio fundamental que subyace en todas las artes. Este sistema bipolar está presente, claro está, en la totalidad de las expresiones locales que han sufrido hibridaciones con el mundo sonoro del llamado Viejo Continente. Analizar “objetivamente” un género de música determinado pareciera ser un contrasentido, dada la naturaleza no objetiva de la música misma. Es evidente que cuando emitimos un juicio en tal sentido, están implícitos en él nuestros afectos, nuestros intereses más o menos ocultos, aquello que llamamos el gusto –el buen gusto dirían los más quisquillosos– y, sobre todo, nuestros prejuicios: esos que nos ha impuesto el medio o la academia. La música que actualmente conocemos como “vallenata” es amada con pasión por unos, visceralmente odiada por otros y profundamente desconocida por todos, si hablamos desde el punto de vista estrictamente técnico–musical . En efecto y aunque se han escrito varios libros que tratan diferentes aspectos de este género de la música típica colombiana, la mayoría desde la óptica sociológica o literaria, ninguno de ellos había abordado el tema de las particularidades de su lenguaje musical propiamente dicho, con todo rigor. No obstante, es imposible dejar a un lado por completo el tema del fenómeno sociológico y literario que representa esta expresión, puesto que está en íntima relación con efectos que se aprecian en su lenguaje musical. Como suele pasar a toda música cantada en general, aquí las temáticas tratadas en las letras y sus formas sintácticas y de versificación determinan estructuras musicales arquetípicas.
La relación texto–música tiene, pues, una importancia singular que debemos analizar con atención. Aunque los tipos de agrupación de versos que aparecen con más frecuencia son las tradicionales cuartetas octosílabas, también encontramos versos y estrofas irregulares, lo cual da origen a estructuras melódicas de períodos asimétricos. Estas formas de versificación irregular fueron introducidas al género en la primera mitad del siglo XX, por autores que, como Don Toba y Escalona, habían alcanzado un mayor grado de escolaridad y, por tanto, habían estado en contacto con la poesía moderna. Sin proponérselo, ampliaron la frontera de las estructuras fraseológicas porque la musicalización de los versos del vallenato ha sido siempre silábica, es decir, aquella forma en la que se asigna un sonido por sílaba. Otra forma métrica regular utilizada es la elaborada décima, modalidad empleada para la repentización en algunas regiones de la Costa Atlántica y de la Costa Pacífica, que, como las otras formas literarias clásicas, fue transculturada por los españoles a partir del siglo XVI. La macroestructura de formato de estrofa y estribillo, es muy usual en el género y es musicalizada con dos melodías alternadas. El estribillo es tratado casi siempre en coro a dos voces, en movimiento paralelo de terceras o sextas , mientras que la estrofa es cantada por la voz solista. Esta emblemática forma responsorial, que se presenta en todos los aires de la música vallenata, tiene doble origen africano y europeo. Existe una preferencia muy marcada al tratamiento agudo y sobreagudo de las melodías en general y muy particularmente de los coros, influencia probable del canto andaluz en el que también se asocia el buen cantar con la capacidad de alcanzar sonidos altos de la escala. El predominio tradicional de las voces masculinas sería también otra característica heredada de esta música.
Al realizar el estudio de las características discursivas del vallenato desde la episteme musicológica, que fue el propósito principal de mi trabajo Vallenato, tradición y comercio, pude encontrar notorias diferencias existentes entre la expresión típica tradicional y la que ha resultado de la imposición de modelos comerciales. Este doble discurso, practicado por la mayoría de los intérpretes del género, ha dado origen a una versión destinada al consumo masivo, la plasmada en la mayoría de los registros fonográficos, que resulta ser una subespecie de la música que se produce en el ritual de la verdadera parranda. Además de estos cambios, pude rastrear otras mutaciones del vocabulario musical sufridas por causa de factores asociados con los entornos sonoros modernos, los cuales representan solo uno de múltiples sustratos diacrónicos que hacen parte de la génesis de la manifestación que conocemos en la actualidad.
Además de los sustratos diacrónicos, que trataremos en detalle más adelante, el discurso musical del vallenato ha sufrido modificaciones, adiciones o hibridaciones, por otros elementos exógenos relacionados con el factor idiomático y el avance técnico del acordeón, con la ampliación del conjunto organológico y el consecuente desarrollo de patrones melódico-rítmicos de los nuevos instrumentos y, de manera muy extraordinaria, por la retroalimentación causada por intercambio de roles que suelen poner en práctica sus versátiles intérpretes. De forma endógena, los festivales del género han contribuido también a la adopción de nuevos usos que producen mutaciones poco perceptibles, pero de significativa importancia.
SUSTRATO MUSICAL DEL VALLENATO
“La historia de la cultura no es otra cosa que la historia de préstamos culturales", ha escrito Edward W. Said . Con frecuencia, en la literatura existente sobre el Vallenato se habla de la ‘trietnicidad’ en la constitución de su expresión musical, insinuándose una repartición equivalente de aportes culturales indígenas, blancos y negros. Aunque es una referencia evocadora, no corresponde a la realidad de este caso –y creo que de muy pocos en América– debido al arrasamiento cultural sistemático que impuso el colonizador español y a la hegemonía de la cultura europea de los siglos sucesivos, en buena parte del mundo. Los vestigios palpables en los discursos musicales vallenatos actuales confirman este hecho: se trata de música medularmente diatónica cuyo lenguaje sonoro está determinado por el código del legado europeo correspondiente al sistema tonal, tanto en lo relativo a la sintaxis como a su semántica. Sólo en el aspecto rítmico se observan características propias de la música del continente africano, asimismo como la usanza de un cantante solista y coros responsoriales, empleo que también hace parte de la tradición africana que ya se había incorporado a la música europea, desde hacía varios siglos antes del desembarco español.
El complejo proceso de sincretismo que dio origen a la expresión musical que identificamos como vallenato ha sido descrito en términos muy simples, muchas veces por ingenuidad y otras tantas por corrección política, como una suerte de “diálogo” entre tres culturas. Pero la verdad es que se trata de una dinámica diacrónica que incluye fenómenos de aculturación, hibridación, apropiación y suplantación múltiples, cuya vigencia, con mucho, ha dependido de la capacidad de adaptación de este género en lo literario y en lo musical, a través del tiempo. Se tiende a pensar que se trata de un proceso que se desarrolló en el pasado –en un pasado antiguo un tanto nebuloso– que hoy muestra un producto final acabado que hay que conservar y preservar de posibles “desviaciones”. Sin embargo, esta concepción romántica no se ajusta a la realidad puesto que algunos de los elementos distintivos del Vallenato “clásico”, son relativamente nuevos y tuvieron origen en fuentes y tiempos distintos. No es desacertado pensar entonces que, más que una música “triétnica”, el Vallenato es la síntesis de un legado pluricultural en permanente construcción, cuyas primeras fuentes verificables en la expresión que ha trascendido hasta nosotros, pertenecen a la cultura europea y africana, principalmente. La presencia indígena americana en este discurso musical, si un día la hubo, fue suplantada en el devenir histórico.
La presencia española es tanto más significativa, si se tiene en cuenta que el vallenato es una expresión en la que el texto, que tiene una enorme relevancia, es depositario de una tradición cuyos ancestros más antiguos se remontan a la poesía del siglo XII: “Siete siglos después de don Gonzalo de Berceo, quien se proclamó ‘trovador de la Virgen’, irrumpen en el norte de Colombia las mismas circunstancias, similar inspiración, el amor invencible por la palabra y hasta idénticas expresiones del pueblo que buscaba su manera de manifestarse. La palabra, otra vez, había roto las barreras de la geografía, de la distancia, del tiempo y del espacio, pero no el cordón umbilical que la une con el idioma.” Ni tampoco, hay que agregar, con la forma de relacionarse con la música porque, tanto en la España medieval como en el Caribe de hoy, representan una unidad indisoluble.
Pero la música europea que sirvió de sustrato al vallenato no es de procedencia exclusiva de España, ni tampoco del periodo colonial. Existe una fuerte tendencia a pensar que la circulación de repertorios que se van sucediendo a través del tiempo no afecta las músicas locales, cuando en realidad a nivel del subconsciente individual y colectivo la audición de nuevos lenguajes musicales provoca modificaciones de magnitudes diversas en las expresiones, que terminan siendo germen de procesos de hibridación o de suplantación parcial o total, en toda cultura. Durante la etapa poscolonial, los diferentes estratos sociales estuvieron expuestos al consumo de músicas estándar europeas que fueron impactando los modelos constructivos vernáculos. Henri Candelier, quien visitó la región de la Costa Atlántica entre 1789 y 1791, daba cuenta del intenso intercambio comercial entre todo el Caribe y Europa, de la presencia de un importante número de inmigrantes en las incipientes urbes y de la adopción de usos y costumbres extranjeros, por parte de los habitantes nativos. “En todas partes oí tocar piano –decía –, valses principalmente, ‘Indiana’, ‘La vague’, ‘Faust’, etc…; para mi gran sorpresa oí hasta el aire “En revenant d’ la revue’ ¡Cuántos pianos, por Dios, cuántos pianos!”
Como era lo usual, las familias “distinguidas” o de origen europeo todavía a comienzos del siglo XX cultivaban el estudio e interpretación de instrumentos cordófonos como el tiple, el violín, la guitarra, el piano y también de algunos aerófonos, lo cual, por ejemplo, permitió la fundación de una banda en 1948, que hasta hoy funciona en Valledupar. En todas estas prácticas que tenían antigua data los repertorios procedían del Viejo Continente. La madre de Gabriel García Márquez trató infructuosamente de aprender a tocar piano en un instrumento que sus padres le habían comprado a comienzos del siglo XX. Cuando estaba soltero, el padre del Nobel tenía un éxito inmediato con las mujeres debido “a su labia inagotable, su versificación fácil, la gracia con que bailaba la música de moda y el sentimentalismo premeditado con que tocaba el violín…Su tarjeta de presentación en sociedad había sido ‘Cuando el baile se acabó’, un valse de un romanticismo agotador que él llevó en su repertorio y se volvió indispensable en las serenatas”, ha narrado García Márquez en sus memorias, quien, por su parte, aprendió a tocar el tiple, gracias a las enseñanzas de su hermano Luís Enrique, un “inspirado guitarrista”, según el escritor. Junto con otro muchacho, llegaron a integrar un trío, cuya actividad principal eran las serenatas.
Concluido el capítulo colonial, los repertorios europeos continuaron su presencia en todo nuestro territorio a través de las bandas, cuya existencia puede verificarse con precisión desde las guerras de independencia. Al comienzo de la República se establecieron bandas en muchas ciudades, de forma más o menos oficial, y conjuntos bandísticos más pequeños en los pueblos. Su trabajo musical estaba ligado a la interpretación de repertorios propios de las principales fechas de oficios religiosos de la Iglesia Católica en el calendario anual (Corpus Christi, Semana Santa, Navidad, entre otros), de los eventos oficiales (7 de agosto, 20 de julio, etcétera) y del entretenimiento público (carnavales y otras fiestas populares) o del baile privado. Sus instrumentos, partituras y hasta sus uniformes se importaban desde Europa. Por este motivo, sus repertorios estaban constituidos por obras o fragmentos de música clásica, por música popular europea del tipo vals, mazurca o polca y, más adelante también, por piezas que autores locales creaban imitando los modelos escuchados. Este proceso de apropiación de repertorios y modelos compositivos por parte de los músicos criollos y la exposición de la gente del común al lenguaje de la música europea, reforzó las unidades de sentido musical contenidas en el lenguaje de la Música Occidental tanto como lo harían, en su momento, los otros modelos implantados a través de los medios tecnológicos modernos, cuyo auge iniciaría en las primeras décadas del siglo XX. Producto de esta circulación de repertorios a través del tiempo, se interpretarían también aires del interior colombiano, pasillos y bambucos, y otros ritmos foráneos como fox trot, pasodobles y danzonetes, en las bandas del Caribe colombiano.
En una etapa posterior que se ubica a comienzos de los años 30, muchos músicos que pertenecían a las bandas pasaron a integrar los grupos de baile que poco a poco fueron sustituyendo la función recreativa de las primeras. En la región de la Costa Atlántica, muy pronto se experimentaron grupos organológicos de distinta conformación que combinaban instrumentos europeos de viento, con instrumental percusivo de procedencia africana o indígena. Igualmente, se establecieron agrupaciones que imitaban los modelos de las bandas de jazz norteamericanas o cubanas. A comienzos de la grabación de la Música vallenata, no pocas veces estos músicos participaron en ella, haciendo aportes que no deben subestimarse.
NUEVOS SUSTRATOS O LA IRRUPCIÓN DE LAS TECNOLOGÍAS MODERNAS EN EL ENTORNO SONORO
El disco
La grabación comercial sólo fue posible gracias al desarrollo de la impresión de matrices en disco, en la última década del siglo XIX, puesto que los cilindros de cera tenían muy poca vida y no podían copiarse. A partir de 1900 comenzó el auge de las compañías internacionales de la industria discográfica que se repartieron el mundo, correspondiéndole América del Sur a Victor Talking Machine (1901). Así comenzaron los recording trips (viajes de grabación), a cargo de agentes que instalaban sus equipos en hoteles, para grabar artistas locales dirigidos a satisfacer los mercados locales. En 1904 ya se graban corridos en México y trompetistas negros en Cuba. Se estima que ya para 1914 se habían vendido 100 millones de discos en todo el mundo. La masificación de los reproductores mecánicos no se hizo esperar y su éxito estuvo garantizado no sólo en las urbes sino también, en ambientes rurales latinoamericanos carentes de electrificación.
Las principales casas de grabación Victor, Columbia y Brunswik, se encontraban en New York. Por esta razón, esa ciudad se convirtió en el destino obligado de los músicos latinoamericanos de las primeras décadas del siglo XX. Estas empresas estaban interesadas en conquistar los mercados de nuestros países, no sólo para vender los discos, sino también para introducir los aparatos de reproducción mecánica, primero, y luego eléctrica, que ellas mismas fabricaban. Por esta razón, organizaron departamentos especializados en grabación de música latinoamericana coordinados, normalmente, por un músico de la región: Terig Tucci, de nacionalidad argentina, fue uno de estos músicos arreglistas que estuvo vinculado con la Victor y que trabajó con célebres cantantes de la década de los 30 como Gardel, Tito Guizar, Los Panchos y los colombianos Adolfo Mejía y Jorge Añez.
En una máquina de grabación portátil que envió la Columbia a México desde 1904, se hizo la primera grabación de músicos populares colombianos en 1908: el dueto “Pelón y Marín”, que interpretaba música del interior. En 1914, la Victor traería su portátil a Bogotá. Sin embargo, la mayoría de los intérpretes de música popular colombiana que llegaron a hacerse famosos entre 1910 y finales de 1920, grabaron en Estados Unidos y divulgaban repertorios de música del interior, bambucos y pasillos, además de otros ritmos estándar internacionales como valses, romanzas y fox trot. A finales de los años 20, algunos discos de doble faz que llegaban a Colombia contenían una canción del interior nuestro por un lado y un tango, por el otro. Esta fue una estrategia utilizada por los comerciantes para inducir a la compra, debido al tremendo auge que tenía el tango en todo el mundo hispano parlante por esos años.
“Era entonces Nueva York el centro de la canción latinoamericana, ya que todos los artistas que buscaban perpetuarse en el disco tenían que viajar allí para imprimir su voz. Este “cantar unos con otros” iniciaría un proceso de hibridación dentro de la grabación que modificaría la “autenticidad” de los repertorios originales tomados de sus respectivos países. En muchos casos, las piezas “en bruto” sufrieron el tamiz del jefe del departamento latinoamericano en New York, o en cualquier otro sitio, quien normalmente tenía algún grado de instrucción musical académica formal. Ello contribuyó, sin duda, a homogenizar la producción discográfica siguiendo patrones europeizantes. Algunos aspectos importantes se pueden deducir de lo anterior:
1. La discografía circulante “contaminaba” las expresiones locales al exponer a los públicos urbanos y rurales a los repertorios grabados por las casas discográficas hegemónicas.
2. Los repertorios internacionalizados a gran escala en América Latina por los empresarios del disco en las primeras décadas, procedían fundamentalmente de México y Cuba. En menor proporción, aunque con un impacto significativo en la geografía nacional, también se distribuían las grabaciones de los artistas populares del interior colombiano.
La grabación traería otras consecuencias estéticas que se irían haciendo más significativas con el correr de los años al determinar nuevas formas de cantar, diferentes a las utilizadas en la presentación en vivo, debido a la amplificación producida a través de micrófono y al modificar, en un proceso casi imperceptible, los tipos de melodía que se sucedieron. El silencioso estudio de grabación moldeó, poco a poco, una generación de cantantes populares que establecieron estilos que fueron imitados luego por otros cantantes y la gente del común. La idea tradicional de “tener buena voz”, que estaba asociada con los rigores del bel canto, fue reemplazada por el desarrollo del “estilo personal propio”, impulsado y magnificado con fines comerciales por las compañías discográficas. La tiranía del surco de extensión máxima de 3 minutos también moldeó la percepción de todos los públicos del mundo.
Solamente a partir de 1928 se comienza a grabar la llamada música tropical colombiana, que comprendía una gran cantidad de ritmos de la Costa Atlántica. Según Jaime Rico Salazar , el primer cantautor de esta región que logró grabar su producción musical en una casa discográfica importante fue el bolivarense Ángel María Camacho, quien había nacido en Arenal en 1901, y cuyas piezas fueron interpretadas por orquestas como la Brunswick Antillana, dirigida por el célebre compositor puertorriqueño Rafael Hernández, en New York entre 1929 y 1930. Dentro del catálogo de la Brunswick aparecen clasificadas algunas de sus canciones con nombres genéricos como “parranda”, “aire colombiano” o “rumba”, mientras que en otras se señala con precisión su denominación de fandango, mapalé, porro o cumbia y, por supuesto, otros aires del Caribe como danzón, son y sonsonete o del interior colombiano como pasillo y bambuco.
El flujo de músicas de distinto género fue constante en el Caribe colombiano y la inclinación del gusto de las gentes cambiaba de acuerdo con las modas musicales que se iban imponiendo a través de la grabación. En los años 20 el tango y la música cubana se escucharon tanto como la música mejicana en las décadas siguientes. Desde los primeros años del siglo XX, también se oía e interpretaba en esta región gran cantidad de música del interior colombiano en los instrumentos tradicionales, debido a la promoción que ésta tenía, no sólo por efectos de las presentaciones de los intérpretes del interior, sino también por la distribución que las casas de grabación internacionales hacían de sus discos. La presencia del tiple, la bandola y la guitarra era muy fuerte todavía en la década de los años 40.
La radiodifusión
La dimensión del impacto socio–cultural que representa la irrupción de la radio en los países latinoamericanos desde finales de los años veinte es difícil de entender por completo para nosotros, debido a familiaridad que tenemos con esos medios en la actualidad y a la disminución de la población iletrada, entre otros aspectos. La radio aprovechó la condición de oralidad ancestral de nuestro continente y produjo dos fenómenos de apariencia dicotómica: al tiempo que nuestros músicos trataban de seguir fielmente los modelos sonoros impuestos por las emisoras internacionales –de México y Cuba principalmente– también apropiaban algunos rasgos de estos universos sonoros a las manifestaciones locales, dando origen a nuevas expresiones o a la mutación de las existentes. Las primeras emisoras de América Latina, que transmitían en onda corta, fueron la PWX de la Habana (la primera en Hispanoamérica y la cuarta en el mundo), y la WKAQ de Puerto Rico, fundadas ambas en 1922. Más tarde, a partir de 1930, fue creada la XEW mexicana, que tuvo gran influencia en nuestro medio. En 1929 se creó la primera emisora comercial colombiana en Barranquilla, la NKH o “Voz de Barranquilla” dirigida por Ellias Pellet Buitrago, que posteriormente se llamaría Emisoras Unidas. En 1931 no hay más de 300 radio–receptores en Bogotá. El grueso de la población comienza a tener noticias de la existencia del fenómeno, a través de los aparatos que los comerciantes instalan en sus tiendas para atraer compradores o que los hacendados tienen en sus casas señoriales. Sin embargo, la expansión de la radio es vertiginosa pese al altísimo precio de los primeros aparatos: en 1932 se habían vendido en Colombia algo menos de 5 mil radios a un costo promedio de 80 pesos la unidad –toda una fortuna– y Antonio Fuentes crea una emisora en Cartagena que funcionó como estación cultural por dos años y luego como emisora comercial. Otras emisoras fundadas en la Región Caribe en los años 30 fueron Radio Sincelejo, la Voz de Montería, Radio Barají de Sahagún, Ideal de Planeta Rica, Radio Progreso de Córdoba en Lorica y Radio Magdalena de Santa Marta. La programación de la radio entonces, estaba dirigida a un público amplio. Por ello, estaba dominada por las producciones mexicanas, argentinas y cubanas. Esta influencia se reflejaría después en la reelaboración de las músicas locales que trataban de adoptar esos formatos estándar internacionales. “Luís Enrique y yo nos sentábamos en una banca que tenían en la tienda de la esquina para la tertulia de la clientela ociosa, y pasábamos tardes enteras escuchando los programas de música popular, que eran casi todos. Llegamos a tener en la memoria un repertorio completo de Miguelito Valdés con la Orquesta Casino de la Playa, Daniel Santos con la Sonora Matancera y los boleros de Agustín Lara en la voz de Toña la Negra”, recordó Gabriel García Márquez en Vivir para contarla, a propósito de su infancia en la Barranquilla de los años 30. A mediados de los años 40, Consuelo Araujo Noguera (1988) recuerda que en una tienda de la plaza central de Valledupar, de propiedad de un inmigrante griego, se encontraba uno de los pocos radios que existían en el pueblo, que servía para atraer a los clientes porque que su dueño se cuidaba de “ponerlo a todo volumen desde bien temprano”. La penetración de la radio se hizo todavía mucho mayor al popularizarse el radio–transistor, en los años 50.
Las músicas cubana y mexicana se convirtieron en poderosos insumos de hibridación local, gracias a su difusión radial desde el disco y, desde la década de los 40, debido a la influencia de los musicales que dominaban el cine mexicano, que gozaron de una inmensa popularidad.
El cine
En 1936 se da inicio a la internacionalización del cine mexicano, con la filmación de Allá en el Rancho Grande de Fernando de Fuentes, una película que fue exportada con gran éxito a todos los países de habla hispana. A partir de entonces, el cine mexicano alcanzó lo que se ha denominado su “Época de Oro”, inundando las salas de proyección latinoamericanas con películas que gozaban de las preferencias del público debido a que sus tramas reflejaban, de alguna manera, elementos comunes a sus idiosincrasias. De la misma manera, el factor idiomático fue decisivo en su popularización, puesto que el mensaje llegaba directamente a núcleos sociales que tenían un alto grado de analfabetismo. La reducción de la producción de Hollywood por causa de la gran guerra también contribuyó en gran medida a esta hegemonía. Aunque Argentina y España poseían un lugar dentro del cine de habla hispana, su alineamiento político en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, determinó la reducción de su producción cinematográfica y la consecuente baja presencia internacional por algunos años. Su aparición en las salas latinoamericanas, y particularmente en la zona Caribe, se dio a comienzos de los años 30, al lado de algunas producciones del cine norteamericano. García Márquez (2002) recuerda en sus memorias películas como Drácula de George Melford o Sin novedad en el frente de Lewis Milestone, que eran exhibidas en el teatro de su pueblo. Sin embargo, reconoce el mayor impacto causado en él por los filmes que vio en Barranquilla un poco más tarde, protagonizados por Carlos Gardel y Libertad Lamarque. Jorge Negrete, Libertad Lamarque y Pedro Infante, se imponen ante las grandes audiencias latinoamericanas, convirtiendo sus canciones, los aspectos formales y sintácticos, lo mismo que sus conjuntos organológicos, en paradigmas que replicarán miles de músicos populares nuestros. “El cine de arrabal, cuya máxima figura fue sin duda el inolvidable "Pepe el Toro" del filme Nosotros los pobres (1947) de Ismael Rodríguez, representaba el espejo en el cual se miraban los provincianos que llegaban a la capital con la esperanza de encontrar un futuro más promisorio. Pedro Infante, provinciano que había triunfado en la capital sin perder su raíz sinaloense, representaba el modelo a seguir. Ya fuera en Los tres García (1946), Nosotros los pobres (1947), Ustedes los ricos (1947), o Los tres huastecos (1948), Infante encarnó las aspiraciones de millones de latinoamericanos que querían ser como él en sus películas.” El célebre compositor vallenato Rafael Escalona siempre sintió especial atracción por las armas y en la década de los cuarenta solía portar al cinto un revólver 45 “con el cual afianzaba un recóndito deseo de parecerse a Jorge Negrete…” (Araújo Noguera). Escalona había nacido en 1927. Su entorno sonoro y visual estaba saturado por figuras cubanas y mexicanas de la victrola y del cine de la Época de Oro del país azteca. Por eso hacia finales de los años 40, cuando Escalona viajaba a Patillal llevaba entre sus regalos a conocidos, revistas recientes como Para ti o Vanidades, periódicos atrasados y “láminas brillantes de las escenas de películas que mostraban a Gloria Marín en apasionado beso con Jorge Negrete o los tentadores muslos de María Antonieta Pons en algún pase de sus célebres rumbas cubanas…”
El cine mexicano exportaba dos grandes tipos de música a través de las estrellas de melodrama. Por un lado estaba la música romántica del tipo romanza o bolero y por el otro, la música bailable, sobre todo a partir de finales de los años cuarenta. Sin embargo y con el fin de captar un público más numeroso, en muchas películas de la época se incluyeron también músicas de otros países latinoamericanos, interpretadas por artistas extranjeros o del propio México. Por esta razón, la argentina Libertad Lamarque o el cubano Dámaso Pérez Prado, se convirtieron en grandes estrellas de la canción a través del cine. Los filmes de rumberas y los de mariachis consolidaron un doble proceso de influencias compartidas: la música cubana en México y los reflejos de los trovadores mexicanos en la isla.
Los intérpretes del vallenato, pioneros de la grabación del género en los años 40, que ya habían apropiado usos musicales de todo ese entorno sonoro, consolidaron una importante etapa de hibridación y determinaron modelos sincréticos que todavía perduran, al convertirse en paradigmas interpretativos por el efecto sacralizador del fenómeno discográfico en sus seguidores.
Aunque el vallenato ha llegado a convertirse en una de las expresiones musicales más representativas de una Colombia cada vez más “caribeanizada”, los rituales sociales que lo acompañaron desde su nacimiento incierto sólo continúan llevándose a cabo en el área geográfica de la costa atlántica, debido a las barreras existentes como consecuencia de la heterogeneidad cultural del país. Ello da origen a la aparición de las variantes discursivas en texto y música que se divulgan a través de los medios de comunicación masiva que al estar mediadas por la comercialización, se sujetan a las reglas de juego de la oferta y la demanda como cualquier otra mercancía. Esto explica la simplificación de su lenguaje musical y la trivialización de sus textos. Empero, la coexistencia del hecho musical de la región atlántica, el ritualizado y basado en una tradición que no es estática sino que “se recrea constantemente en oposición a la modernidad”, a decir de Peter Wade , permite vislumbrar una vigencia todavía larga para esta expresión que ha alcanzado las categorías de emblema nacional y World Music.
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