lunes, 16 de septiembre de 2013

PONENCIAS: García Marquez y El Vallenato

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ Y LA MÚSICA DE ACORDEÓN EN EL CARIBE COLOMBIANO

Ariel Castillo Mier
Universidad del Atlántico
Para Yvette Jiménez de Báez, mi eterna profesora

Diez años después de la gran acogida de los lectores a Cien años de soledad, en una entrevista para la revista colombiana El Manifiesto, cansado quizá de las insistentes preguntas de los periodistas acerca de sus influencias literarias y de las afirmaciones de la crítica hidráulica sobre las caudalosas fuentes de su novela -La Biblia, Las mil y una noches, Sófocles, Amadís de Gaula, Rabelais, Cervantes, Balzac, N. Hawthorne, Gómez de la Serna, Kafka, V. Woolf, J. Joyce, Faulkner, Hemingway, Graham Greene, los poetas piedracielistas, Camus, Carpentier, Borges, Rulfo, A. Mutis, Elena Garro, etc.-, Gabriel García Márquez llamó la atención sobre un antecedente clave para la construcción de su obra literaria: 
Sin lugar a dudas, creo que mis influencias, sobre todo en Colombia, son extraliterarias. Creo que más que cualquier otro libro, lo que me abrió los ojos fue la música, los cantos vallenatos. Me llamaba la atención, sobre todo, la forma como ellos contaban, como se relataba un hecho, una historia, con mucha naturalidad. Esos vallenatos narraban como mi abuela, todavía lo recuerdo. Después, cuando comencé a estudiar el romancero encontré que era la misma estética. (Cobo Borda, 1995: 114)

En esta revelación pone de manifiesto asimismo la relación de su obra con la oralidad, otro de los rasgos singulares de su narrativa, la cual vincula a García Márquez con  novelistas latinoamericanos como Miguel Ángel Asturias, José María Arguedas, Juan Rulfo, Augusto Roa Bastos, y Joao Guimaraes Rosa, integrantes de lo que Ángel Rama (1973: 183-193) denominó vanguardia regionalista o transculturadora, quienes en un esfuerzo de descolonización cultural, se acercaron a la tradición oral, analfabeta y antigua de sus pueblos, para afirmar los lenguajes simbólicos americanos y los valores populares regionales frente al discurso extranjero que los desdeñaba. 
En ocasiones posteriores, GGM ha sostenido que Cien años de soledad es un vallenato de 350 páginas.  Aunque, para algunos, se trata de otra de sus habituales mamaderas de gallo , una de esas cascaritas de guineo que él acostumbraba a lanzarles a los críticos para verlos patalear en el seco y bajarlos de su pedante pedestal de autosuficiencia y solemnidad. Conviene examinar qué hay de cierto detrás de esa afirmación macondiana, qué relación se puede establecer entre los dos discursos y, en últimas, si los cantos vallenatos constituyen, en realidad, un modelo narrativo para el autor.
En primer lugar es preciso aclarar que no se trata de influencias extraliterarias. El vallenato , una de las manifestaciones de la música de acordeón del Caribe colombiano, es una expresión poético-musical de carácter popular que se canta con acompañamiento de acordeón diatónico o guitarra (instrumento europeo que llevaba la melodía), caja (instrumento africano de percusión) y guacharaca (instrumento indígena o africano de fricción) , nacida a finales del siglo XIX en el antiguo departamento del Magdalena Grande, en la Provincia de Padilla (que corresponde hoy a los departamentos del Cesar y La Guajira), de donde pronto se extendió al resto del Magdalena y al Bolívar grande, es decir, Atlántico, Bolívar, Sucre y Córdoba. Los intérpretes eran hombres montunos, campesinos y vaqueros analfabetas que, a través de la copla y de la décima, cantaban temas de amor o relataban historias familiares o sucesos cotidianos ocurridos a personajes locales. A partir de los años 40 del siglo pasado, con la difusión del disco y el cubrimiento de la radio, esta expresión literario-musical se popularizó y trascendió las fronteras de la comunidad en la que había nacido. 

Música y literatura en Hispanoamérica y el Gran Caribe.
Las relaciones entre la música y la literatura han sido una constante de la literatura latinoamericana y, en particular, de la del gran Caribe. J. L. Borges en varias ocasiones se ocupó del tango y hasta compuso milongas . Neruda escribió el “Tango del viudo” . Julio Cortázar no sólo fue autor de letras de tangos, sino que incorporó el motivo del tango en su cuento “Las puertas del cielo”. No obstante, al nivel del ritmo y la tensión interna del relato, su narrativa dialoga, sobre todo, con el jazz, como puede apreciarse en sus dos obras maestras “El perseguidor” y Rayuela . 
En la poesía del gran Caribe, la obra de Darío parece estar en la base del bolero y de muchos tangos . Luis Palés Matos ha definido sus poemas como “canciones festivas para ser lloradas” y son evidentes las correspondencias entre el son cubano y la poesía de Nicolás Guillén . El poeta Edward Kamau Brathwaite en el Caribe inglés vincula su obra con el calipso y el blues. En la narrativa, Rómulo Gallegos, en Canaima, cuenta la vida de un cantor llanero y en Pobre negro el tambor desempeña un papel significativo. Alejo Carpentier, quien además de escritor era musicólogo , se ha apoyado en Rabelais  para afirmar que el Caribe es una región sonora por excelencia y en su obra, además de las referencias musicales clásicas, es clave la presencia de la percusión afrocubana desde su novela negrista Ecue Yamba O, pasando por El reino de este mundo y sus tambores místicos hasta el Concierto barroco, y el protagonista de Los pasos perdidos es, como el autor, un musicólogo. La obra de Guillermo Cabrera Infante no se entiende sin su arraigo en la música popular cubana desde el bolero hasta la salsa,  la cual le proporciona tanto motivos para su creación como elementos estructurales que inciden en la construcción de las frases, los párrafos, los capítulos y, en general, los libros . Igual ocurre con el puertorriqueño Luis Rafael Sánchez y la guaracha . El título de la segunda novela de Severo Sarduy, De donde son los cantantes, clara alusión a la canción de Miguel Matamoros, resalta la importancia de la música popular al intentar definir la cultura cubana, tema de la obra. Edgardo Rodríguez Juliá en El entierro de Cortijo profundiza en el fenómeno de la salsa. Esta breve y muy incompleta enumeración muestra cómo esa interrelación entre la música y la narrativa de ficción estaba en el ambiente por la época en que se publicó Cien años de soledad. Como bien señalan Margarita Mateo y Luis Álvarez (2004: 188), “la literatura caribeña, desde muy temprano, no solamente refleja la intensidad musical de esa cultura, sino que también se interrelaciona de modo marcado con la música, recibe de ella motivos. A veces trata de ajustarse a estructuras musicales, a veces las remeda y recrea, o toma la creación musical como núcleo temático de importancia. Pues la música, para muchos, es la expresión cultural más sobresaliente de la región, la que goza de mayor popularidad y la que permite advertir, en el lenguaje universal de las melodías y los ritmos, la esencial unidad del área: algo que se ha hecho particularmente evidente en el fenómeno, densamente integrador, de la salsa como fusión de las más variadas tradiciones melódicas de la música caribeña.”
En adelante, la presencia de la música en la literatura del Caribe no sólo se ha incrementado en la ficción , sino que ha generado en la crítica literaria una línea de investigación muy fecunda que al abordar el fenómeno de manera sistemática ha contribuido simultáneamente a iluminar el modo de ser del hombre caribeño. 

2 Antecedentes en el Caribe Colombiano
En el Caribe colombiano existen también algunos antecedentes significativos. En primer lugar, la obra de Candelario Obeso, Cantos populares de mi tierra, (1878), cuyo prólogo destaca las ventajas de la poesía popular y uno de cuyos poemas, “Er boga charlatán” no sólo menciona el baile del porro, sino que narra una historia en la cual anticipa algunos de los rasgos de la narrativa garciamarquina como el uso del léxico regional, el empleo reiterado de la hipérbole, la presencia de personajes comunes, la proliferación de la anécdota, la utilización de datos circunstanciales, el tono imperturbable del narrador y, sobre todo, la amplia visión del mundo, que trasciende el realismo al incorporar la magia y el humor irreverente. 
La referencia más antigua sobre la música de acordeón en nuestras letras, la del jurista y literato riohachero Florentino Goenaga en su crónica “Mayo”, de 1890. Allí se registra la presencia, en una fiesta popular de 1875, del formato musical del acordeón, la caja y la guacharaca, en ese entonces denominado cumbiamba. Deseosos de conocer cómo se divertían los nativos de Riohacha, el cronista y un amigo salieron en la noche y se sintieron “invenciblemente atraídos por el ruido apasionado de un acordeón, un tambor y una guacharaca, atacados, sin duda, de mal de rabia, según tocaban de fuerte y repetido. Y allí, teniendo por testigo complaciente a la luna, encubridora celeste, que alumbraba con una luz maravillosa aquella animada escena, se agitaban como poseídas de algún diablillo gozoso y retozón, unas cuantas parejas populares, alrededor del grupo formado por los músicos, que tocaban un aire de cumbiamba tan vivo y sensual, que era capaz de enardecer y sacar de sus casillas al propio nevado Pico de La Horqueta… los hombres eran casi todos mozos de cordel, rollizos y jóvenes, y las mujeres sugerían el pensamiento de que por sobre ellas habían pasado luengos años ocupadas en los apreciables oficios de lavanderas, cocineras y vendedoras ambulantes. (Goenaga 1915: 45-46)
Tres años después, a propósito de una visita al pueblo de Perebere, donde se celebraba la fiesta de la Virgen del Carmen, Goenaga vuelve a encontrar un grupo de cumbiamba e incluso cita los versos de una canción: “Ya cayó mi hermana/ ya cayó mi abuela/ ya cayó mi tía/ y la cocinera” (Goenaga 1915; 159) . De 1983 es el testimonio del francés Henri Candelier sobre su viaje por La Guajira, en el cual se refiere a las diversiones de los riohacheros, destacando la “danza de los obreros”, las populares “cumbiembas”, a su juicio, no muy castas ni decentes, amenizadas por un conjunto de acordeón, caja y guacharaca, las cuales se bailan, no en salones, sino al aire libre, en una plaza, por grupos de hombres en mangas de camisa y de mujeres con velas prendidas y cocuyos en los cabellos, con el talle, “deslizándose por el suelo con un ligero movimiento rítmico, lascivo de vaivén para adelante y para atrás, del vientre, de las caderas y del talle” (Candelier 1994: 59-60). En el mismo libro, el francés revela su fascinación por los relatos orales de los riohacheros, los cuales le llaman la atención por la visión nada racionalista del mundo, nutrida de una imaginación desbordada que mezcla la realidad con la ficción y tiende a magnificar los sucesos cotidianos en relatos que encajan dentro de los cánones, en una descripción que coincide con lo que años después se definirá como realismo mágico:
Los fenómenos físicos más sencillos que no comprenden, son para ellos el objeto de supersticiones inverosímiles; los explican como milagros, y sobrenaturales. Gustan mucho de cuentos fantásticos, está dentro de su temperamento, sus gustos; exagerados en todo, les agrada lo que tiene un carácter espantoso, maravilloso o místico… 
Ellos contarán muy bien, sin pestañear y con la más grande sinceridad, historias abracadabrantes de espectros con todos los accesorios obligatorios en estos casos, aparición de fantasmas, ruidos de pasos o de voces sepulcrales, chischás de armas, en resumen, todas las alucinaciones de una imaginación enfermiza y pusilánime (50) 

La descripción de Candelier acerca de los temas y la actitud de los narradores orales guajiros se aproxima sorprendentemente a la eufórica declaración de García Márquez (Rentería 1980) en relación con la salida que le encontró al paralizante problema del tono en Cien años de soledad: “Yo llego a la conclusión de que Cien años de soledad tenía que ser escrita así porque así hablaba mi abuela. Yo trataba de encontrar cuál era el lenguaje que más le convenía al libro y recordé que mi abuela me contaba las cosas más atroces sin conmoverse. Entonces descubrí que esa imperturbabilidad y esa riqueza de imagen con que contaba mi abuela era lo que le daba verosimilitud a esas historias.  Y mi gran problema con Cien años de soledad era que la creyeran, porque yo me la creía, pero ¿cómo hacer que me la creyeran los lectores?  Usar los mismos métodos de mi abuela.” 
En el siglo XX, Luis Carlos López menciona en un poema las jaranitas de acordeón, pero es su paisano, Jorge Artel quien transita por la senda abierta por Obeso con un poema prácticamente bailable titulado “Bullerengue”. Pero el caso más sorprendente, revelado por el investigador francés Jacques Gilard (2004), es el de Antonio Brugés Carmona (1911-1956), quien publicó en 1940 “Vida y muerte de Pedro Nolasco Padilla”, biografía sintética de un acordeonero que hizo pacto con el diablo, lo cual le permitió adquirir fuerzas, poderes y riquezas que recuerdan algunas escenas de “Los funerales de la Mamá Grande” y a ciertos personajes de Cien años de soledad como los José Arcadios, Francisco El Hombre y Aureliano Segundo. El relato presenta grandes similitudes temáticas, estilísticas, estructurales y de cosmovisión con la obra garciamarquiana . Brugés Carmona es, además, el pionero en las indagaciones acerca de la cultura y la música popular costeñas.  
Por los años 40, José Francisco Socarrás, comenzó a publicar una serie de cuentos reunidos en el volumen Viento de trópico (1961), que constituyen un detallado inventario sociocultural de la región Caribe, el cual abarca tópicos como el contrabando, la explotación de los indígenas, la vida en la zona bananera, los carnavales, la parranda, los combatientes de las guerras civiles, la medicina popular, las supersticiones, etc. En los cuentos “Al tercer día de carnaval” y “La uña de la gran bestia”, aparece la figura del acordeonista y se menciona al legendario Pacho Rada, considerado por sus paisanos nativos de Plato como el auténtico Francisco El hombre, sobre quien Manuel Zapata Olivella escribirá, en 1961, el cuento “Un acordeón tras la reja”. 
También en los años 40, un autor de novelas y poemas, José Félix Fuenmayor, se aventura en la ficción breve con una serie de relatos que, sin caer en el costumbrismo, vuelven a las fuentes de la tradición oral y exploran temas universales como los efectos destructores del tiempo en los hábitos humanos y el poder salvador de la memoria: “Último canto de Juan”, aborda el motivo del poeta popular hondamente arraigado en la historia de su localidad y profundiza en los artilugios de la creación; “Un viejo cuento de escopeta” opera con los mecanismos propios del realismo mágico y “Con el doctor afuera” contrasta la sabiduría campesina con la del letrado para reivindicar la cultura popular. 

García Márquez y la música de acordeón
Quizá el primer crítico literario que planteó la relación entre el discurso literario de GM y los cantos vallenatos fue Ángel Rama (1975) en un ensayo clarividente en el cual tras afirmar que “Es previsible que en el Gabriel García Márquez que reciba en Estocolmo el premio Nobel se reencontrará nuevamente al muchacho barranquillero de 1950” (234), postulaba la necesidad de revisar las relaciones entre GM y el vallenato para comprender las operaciones artísticas de su obra: “En el caso de GGM una reiterada muletilla crítica alude a su arcaísmo, aunque lo ve “arcaicamente” en sus asuntos (reviviscencia del mito, utilización del folklore, importancia extrema reconferida a la intriga) y menos en algunas sutiles operaciones de la escritura que parece inútil tratar de filiar académicamente (leyó o no las novelas de caballería o la comedia menipea, etc.), pues corresponden a remanencias o constancias de una composición artística que puede siempre encontrarse a la mano en la literatura ingenua (vallenatos, periodismo provinciano, relatos populares, folletines, etc.) que el joven escritor supo apreciar en sus años de formación. El reencuentro de los aciertos, la gracia, la espontaneidad y la invención de la escritura de un “realismo ingenuo” es no obstante posterior a la experimentación de una escritura propia del realismo “objetalista” contemporáneo al que desde el comienzo intentaba transmutar para que sirviera a una tradición espiritual más amplia y honda, más interpretativa de las vidas humanas”. (244)
Si bien Rama postula el diálogo de los dos discursos, no ahonda en ellos, quizá por  desconocer el de la música de acordeón. Años después, Jacques Gilard, al editar la obra periodística de García Márquez, sienta las bases para seguir, paso a paso, el diálogo de García Márquez con la música de acordeón del Caribe colombiano. Gilard, por su parte, sí se aproxima al tema, aunque desde otra perspectiva: más que las relaciones entre  la música y la obra, le interesa abordar el papel político de García Márquez en el encumbramiento del vallenato, algunos tópicos (la evolución de la copla y el motivo de la parranda) y el malentendido acerca del carácter dominantemente narrativo de esa expresión cultural.  

La obra periodística
El diálogo entre la obra de García Márquez (1981: 79) y la música de acordeón se inicia el 22 de mayo de 1948 al publicar, en el diario El Universal de Cartagena de Indias, su segundo artículo periodístico, célebre por su comienzo a la manera de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna -“No sé que tiene el acordeón de comunicativo que cuando lo oímos se nos arruga el sentimiento”-, y se extiende hasta la edición de Vivir para contarla, libro a medio camino entre la autobiografía y la ficción fantástica. Leído desde hoy, ese texto temprano revela el esbozo de una poética narrativa casi contraria a los cuentos publicados por el autor hasta entonces, "La tercera resignación" 13-IX-47; “Eva está dentro de su gato”, 25-X-47 y “Tubal Caín forja una estrella”, 17-I-48, y a los que vendrían poco después, “La otra costilla de la muerte”, 25-VIII-48; “Diálogo del espejo”, 23-II-48 y “Amargura para tres sonámbulos”, 13-XI-49, cuentos todos en los que era demasiado visible la presencia de Edgar Allan Poe, Franz Kafka, James Joyce y las manías retóricas de Piedra y Cielo.

Sentido poético y opción por lo popular
En su texto GM, al referirse al acordeón, confiesa no saber nada “acerca de su origen, de su larga trayectoria bohemia, de su irrevocable vocación de vagabundo”, pero lo caracteriza como un “instrumento sin partida de nacimiento y sin certificación de conducta”, destaca su “implacable lección de humanidad meciendo la fiebre de los suburbios, en todos los puertos” y resalta su carácter proletario, similar al de la gaita Caribe, así como el fracaso en que terminó el intento argentino por aristocratizarlo, pues “El frac no le quedaba a su dignidad de vagabundo convencido”, para luego afirmar que “El acordeón legítimo, el verdadero es éste que ha tomado carta de nacionalidad entre nosotros, en el valle del Magdalena”, al lado de las gaitas, de los “millos” y de las tamboras costeñas, “en manos de juglares que van de ribera en ribera llevando su caliente mensaje de poesía”.
Dos elementos sobre los cuales va a insistir GM, se destacan aquí: la calidad poética de los cantos y sus vínculos con la cultura popular, dos metas que va a desarrollar su propia obra. Aunque en un principio el texto se refiere a la vida y pasión del acordeón, al cual GM quisiera levantarle un monumento por su alergia a la aristocracia y su vocación bohemia y transgresora, lo que en realidad le interesa es resaltar el valor poético de los cantos del Valle del Magdalena a cuyos compositores equipara con los juglares medievales. El elogio del acordeón como un emblema de la cultura popular pone de manifiesto la actitud irreverente, antiacadémica del autor que rompe con la cultura oficial colombiana de la época, fundada en vetustos prejuicios o valores europeos (“buen gusto”, “solemnidad”, “orden”), circunscrita a los místicos museos, a las polvorientas bibliotecas, a los salones señoriales, y excluyente de la expresión artística popular, “caliente”, “dinámica”,  “marginal”, “sin partida de nacimiento y sin certificado de conducta”.  
Esta opción de García Márquez por un concepto de cultura arraigado en lo popular, distante de las élites, lo aproxima a creadores caribeños contemporáneos como Nicolás Guillén, Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy y Luis Rafael Sánchez, quienes también se distancian de la alta cultura para ocuparse de figuras rutilantes de la cultura de masas como Daniel Santos, Dámaso Pérez Prado, La Lupe, Cachao, Corín Tellado, Agustín Lara, Celia Cruz y Félix B. Caignet. El fenómeno, en su generalidad, ha sido examinado por Carlos Monsiváis quien, al respecto, plantea: “A lo largo del siglo se produce en América Latina, una importante operación literaria, ideológica y social, a  resultas de la cual muchos de los límites y de las barreras impuestas por la así llamada “alta cultura” –la representación de lo mejor de Occidente- se derrumban, y una serie de valores considerados “vulgares, de mal gusto, indignos del mismo aprecio” ocupan un sitio fundamental en las determinaciones culturales.  En ese proceso los ídolos de –Carlos Gardel a Jorge negrete, de Agustín Lara a Daniel Santos, de Celia Cruz a Rubén Blades, de María Félix a Julio Jaramillo- son elementos catalizadores de primer orden.” 

Esta idea del aprecio por lo popular se amplía el 12 de mayo de 1951, en la irónica columna “Por el camino de la cocina” en la que critica al intelectual bogotano Hernando Téllez, a raíz de un escrito en el que enjuiciaba negativamente El cancionero latinoamericano debido a la pobreza de su contenido, reductible a cinco temas: infidelidad, ausencia, perfidia, olvido y venganza.  Para GM, Téllez no logra ver que el tema tratado es, en realidad, el del amor, y su análisis adolece de la idónea preparación para apreciar las “ventajas que tienen para un autor las relaciones con la vulgaridad”. Como se puede observar, en los razonamientos de GM están intuidas algunas de las claves estéticas que lo conducirían a la escritura de Cien años de soledad, novela cuyo gran mérito, para su autor, “no es haberla escrito, sino haberse atrevido a escribirla”, haber tenido el valor de “no eludir la sensiblería, el melodramatismo, lo cursi, la mixtificación moral, las grandes mentiras históricas que son verdad en la vida y no se atreven a serlo en la literatura” (Cobo 1995: 97).
Este artículo, por otra parte, marca con exactitud las diferencias entre García Márquez y los intelectuales andinos,  de quienes el hábil ensayista Hernando Téllez es uno de los más insignes representantes, en lo relacionado con la visión del oficio de escritor y su formación. Allí García Márquez, no sólo se define como “un insaciable consumidor de la música popular, un lector más o menos constante de cancioneros”, sino que también elogia sin remilgos “los cantos vallenatos cuyas letras tienen en la mayoría de los casos más estremecimientos líricos que los poemas aparecidos en los últimos suplementos literarios” (TC: 644), clara alusión a la obra de los poetas piedracielistas, a su retórica gastada y su actitud evasiva frente a la realidad del país.
Se percibe en esta afirmación cómo la actividad creadora de García Márquez se enmarca en lo que Ángel Rama (1983 61-62) define como el proceso de democratización de las tradicionalmente aristocráticas naciones iberoamericanas, resultante del avance de los medios masivos de comunicación, en particular del periodismo, escuela del escritor de Aracataca. Este proceso coincidió en García Márquez con su permanencia en Barranquilla, ciudad sin murallas ni montañas, en la que aparecía un grupo de escritores surgidos de la clase media, casi todos sin formación universitaria, que vestían bluyines y sandalias,  habían aprendido a leer en los comics, las revistas y los cancioneros, y eran mucho más aficionados al cine, las mesas de redacción de los periódicos, las oficinas de publicidad, las calles, los estadios de fútbol y béisbol y los burdeles, que a las bibliotecas y a los auditorios de música selecta. Seguidores del modelo vitalista de autores norteamericanos como Saroyan, Faulkner, Hemingway y Capote, estos escritores establecieron con la literatura una relación lúdica y deportiva que contrasta con el patetismo, la solemnidad y el casticismo gramatical de los escritores del interior de Colombia, amigos del protocolo, la corbata y el chaleco, reverentes con la tradición clásica tanto grecolatina como hispánica, y estacionados en un pasado remoto, siempre a la zaga de las corrientes literarias universales. Este grupo conocido hoy como el grupo de Barranquilla , integrado fundamentalmente por Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas, Álvaro Cepeda y Gabriel García Márquez, bajo la orientación de dos autores mayores, Ramón Vinyes y José Félix Fuenmayor, se alió con artistas plásticos renovadores -los pintores Enrique Grau, Cecilia Porras, Alejandro Obregón (autor de poemas surrealistas), Orlando Figurita Rivera, el pintor primitivista Noé León (cuyos cuadros recrean un ambiente onírico afincado en el Caribe, asociable con el realismo mágico de Cien años de soledad), y el fotógrafo Nereo López, y juntos, como lo demuestra Álvaro Medina (2008), se esforzaron por poner las letras, las artes y la vida del Caribe a tono con la hora del mundo. En este grupo deben incluirse, por su afinidad en cuanto a los propósitos culturales, el novelista, pintor y poeta Héctor Rojas Herazo y el compositor Rafael Escalona.  

Arraigo en la realidad
El 14 de marzo de 1950, motivado por la pregunta de un amigo acerca de cuál aire musical era mejor entre el bambuco y el vallenato, García Márquez (1981: 213) revela a los profanos los nombres de los principales representantes de la “santa hermandad de los acordeoneros”, Pacho Rada, Abel Antonio Villa, Luis Enrique Martínez, Emiliano Zuleta y Rafael Escalona, errantes músicos silvestres que constituían una religión aparte con sus pontífices y sus luteros, propietarios de un feudo espiritual ignorado por la mayoría de los mortales, en cuyas composiciones destaca de nuevo el “sentido poético”, su aire de familia con los juglares y su arraigo en la realidad: “Quien haya tratado de cerca de los juglares del Magdalena podrá salirme fiador en la afirmación de que no hay una sola letra de los vallenatos que no corresponda a un episodio cierto de la vida real, a otra experiencia del autor. Un juglar del río Cesar no canta porque sí, ni cuando le viene en gana, sino cuando siente el apremio de hacerlo después de haber sido estimulado por un hecho real. Exactamente como el verdadero poeta. Exactamente como los verdaderos juglares de la mejor estirpe medieval.” 
El 24 de marzo del mismo año, GM (1981: 225) dedica un artículo entero a Rafael Escalona, figura un tanto excéntrica del folclor, en la medida en que se trata de un compositor que ni es analfabeta ni canta ni toca instrumento alguno, y a quien convertirá con su nombre propio en personaje de Cien años de soledad y de “La increíble  y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada”. El texto retoma observaciones anteriores acerca del arraigo en la realidad y el carácter literario de los cantos: “Porque la música de Escalona está elaborada en la misma materia de los recuerdos, en substancia de hombre estremecido por el diario acontecer de la naturaleza”, y logra ese estado de gracia en que se respira ya el aire de la pura poesía.

La narratividad
  A finales del mismo mes, GM (1981: 725-726), a quien la editorial Losada le acababa de rechazar su novela de La hojarasca  hace pública una carta dirigida a Gonzalo González, director de Dominical de El Espectador, en la que revela un nuevo proyecto narrativo, La casa: “estuve en la provincia de Valledupar. Sigo plenamente convencido de que esa gente se quedó anclada en la edad de los romances antiguos. Hay unas peloteras tremendas relatadas en los paseos, que todo el mundo canta. Definitivamente, Dios debe estar metido en alguna de las tinajas de La Paz o Manaure. Había pensado escribir la crónica de ese viaje, pero ahora dispuse reservar ese material para La Casa, el novelón de setecientas páginas que pienso terminar en dos años. 
Es interesante la asociación entre los paseos, una variante rítmica del vallenato, el romancero y el proyecto de La casa. Allí está esbozada la conexión entre la narratividad que GM ve en el vallenato y Cien años de Soledad. Tal parece que éste ya tiene clara la funcionalidad tanto temática como composicional que le ofrece para su obra futura la música de acordeón. En este punto se interrumpe la continuidad de las reflexiones de García Márquez sobre el vallenato, hecho que coincide con el abandono del periodismo de opinión para dedicarse a un género en el cual puede emplear mejor sus dotes narrativas, el reportaje. Pero en 1955, vuelve sobre Rafael Escalona, a quien define como “un hombre joven que no ha hecho otra cosa que elaborar canciones llenas de personajes conocidos, de anécdotas reales, que vuelan de boca en boca por toda la región; un hombre sencillo que cuenta historias con música por puro amor a su tierra y a su gente, y que la gente recoge por eso, porque interpretan cabalmente sus sentimientos” y termina afirmando que “no habría podido encontrarse nadie que sintetizara la psicología  [del] pueblo con tanta exactitud como Rafael Escalona” (García Márquez 1983: 791). Aquí se ve claro cómo Escalona constituye para él un ideal poético. Los términos que emplea García Márquez para describir las creaciones de su amigo podrían aplicarse a la obra que empezaba a construir. En los cantos encuentra GM asuntos parecidos a los que contaba su abuela –los cotidianos sucesos pueblerinos, sus melodramas de amor, los conflictos sociales- y el tono similar para narrarlos sin cortarle el vuelo a la poesía. No sorprende, pues, la dedicatoria de García Márquez a Escalona, en el ejemplar de CAS: “Para la persona que más admiro en el mundo”.
Definida ya su poética, sólo será cuestión de tiempo para que dé sus máximos frutos. El cuento “Los funerales de la Mamá Grande”, en el que rinde homenaje a los acordeoneros de Valledupar va a revelar la madurez narrativa de García Márquez, la preparación óptima para asumir su creación mayor. 
En este cambio de dirección en su narrativa no se puede desconocer la experiencia ya no vital, sino literaria de GM con el grupo de Barranquilla en el que José Félix Fuenmayor y Álvaro Cepeda Samudio se aventuraban por los caminos del cuento con ímpetus innovadores. La obra de García Márquez ofrece una síntesis de esas dos tendencias: la de Álvaro Cepeda Samudio, cercano a la vanguardia de los narradores norteamericanos, y la de José Félix Fuenmayor, renovador cauteloso, auténtico transculturador, conocedor del trasfondo de sabiduría de la comunidad oral, quien había aprendido la lección interna de la cultura regional de la comarca, como lo evidencian sus relatos sobre seres humildes y adultos, arraigados en el entorno, “La muerte en la calle”, “Taumaturgia de un cochecito”, “Las brujas del viejo Críspulo” y “En la hamaca”. 
Apropiándose de estos ejemplos, GM revisa, a la luz de la modernidad extranjera de Cepeda aquellos elementos que habían configurado el perfil cultural del Caribe en Fuenmayor y con unas fuentes y otras construye una síntesis capaz de seguir transmitiendo de manera renovada la herencia recibida. A juicio de Rama, cuando García Márquez “comprendió que lo que cabía era componer una escritura a partir de un estilo que habían elaborado otros y que lo que debía contar era su estructura cognoscitiva, que es el imaginario con que una cultura modela lo real, había asegurado el plebiscito popular favorable” de los lectores americanos (69).

La música de acordeón en la obra de García Márquez
Curiosamente, mientras GM reflexiona sobre el vallenato,  en su obra de ficción La hojarasca, pese a tener su escenario en Macondo, no figura mención alguna al vallenato. Tal vez por tratarse de una novela narrada desde una perspectiva patricia. Pero en El coronel, obra en la que se hace presente la cultura popular, la figura de Rafael Escalona comienza a convertirse en uno de los motivos recurrentes de su obra:
Se le puede hablar por la mañana –admitió el coronel.
-Nada de hablar por la mañana –precisó ella-. Le llevas ahora mismo el reloj, se lo pones en la mesa y le dices: “Álvaro, aquí le traigo este reloj para que me lo compre”. El entenderá en seguida.
El coronel se sintió desgraciado.
-Es como andar cargando santo sepulcro –protestó-. Si me ven por la calle semejante escaparate me sacan en una canción de Rafael Escalona .

Aquí se pone de manifiesto un rasgo de la música de acordeón que es una constante en la literatura del gran Caribe: su sentido humorístico devastador, el choteo, el relajo, la mamadera de gallo, la capacidad de burla o sarcasmo que resuelve en chiste todo conflicto o crisis y tiende a rebajar la importancia de las cosas, desde la supervivencia diaria hasta la muerte, para impedir que afecten demasiado. 
En 1962 en “Los funerales de la Mamá Grande”, ese inventario casi exhaustivo de los contextos que conforman el Caribe colombiano, reaparecen los acordeoneros de Valledupar como uno de los emblemas culturales de la región, pero es en Cien años de soledad donde la música de acordeón va a ocupa un lugar central hasta constituirse en un   correlato objetivo de la obra que intenta, mediante la complejidad de la novela, lo que el vallenato busca a través de su sencillez de lenguaje, estructura y cosmovisión: recrear la realidad del entorno en el que surge, contar historias con sentimiento y suave lirismo y sin temor alguno por la cursilería. Los manuscritos de Melquíades y  los cantos de Francisco El Hombre, Aureliano Segundo y Rafael Escalona, en códigos complementarios, la oralidad y la escritura, recrean verbalmente un universo cuyo eje es la anécdota:
Meses después volvió Francisco el Hombre, un anciano trotamundos de casi 200 años que pasaba con frecuencia por Macondo divulgando las canciones compuestas por él mismo. En ellas, Francisco el Hombre relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en los pueblos de su itinerario, desde Manaure hasta los confines de la ciénaga, de modo que si alguien tenía un recado que mandar o un acontecimiento que divulgar, le pagaba dos centavos para que lo incluyera en su repertorio. Fue así como Ursula se enteró de la muerte de su madre, por pura casualidad, una noche que escuchaba las canciones con la esperanza de que dijeran algo de su hijo José Arcadio. Francisco el Hombre, así llamado porque derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos, y cuyo verdadero nombre no conoció nadie, desapareció de Macondo durante la peste del insomnio y una noche reapareció sin ningún anuncio en la tienda de Catarino. Todo el pueblo fue a escucharlo para saber qué había pasado en el mundo. (García Márquez 1984: 127). 

Pone aquí de manifiesto GM su visión del vallenato como relato realista y noticia, acorde con la etimología de la palabra novela. Cien años de soledad participa del espíritu de la crónica cantada de los acontecimientos minúsculos del pueblo de Macondo, presente en las canciones de Francisco el Hombre, el cronista oral que, con base en los sucesos de la vida real de la circunscripción de Macondo, desde La Guajira hasta Ciénaga, es decir, la mencionada Provincia de Padilla, un orbe que en la vida real contaba con una tradición de cantos referidos a las mujeres, los amigos, las costumbres de personajes populares y sus sucesos picarescos, recuerdos y amoríos, en los que se ponían de manifiesto el aporte creativo de los hablantes analfabetas, su filosofía popular y el pensamiento mágico. Los escenarios de los cantos eran los patios de las parrandas o las casas de putas, pues estaban prohibidos en el club de los oligarcas, que los veían con desdén al tiempo que los sabían disfrutar con la servidumbre.
Si bien, en sus obras posteriores, GM no abandona el vallenato, sus menciones son cada vez menores con la excepción, en 1985, de El amor en los tiempos del cólera, novela precedida de un epígrafe del compositor popular Leandro Díaz: “En adelanto van estos lugares,/ ya tienen su diosa coronada.” 

La música de acordeón y la obra de García Márquez
Hasta aquí hemos registrado la presencia del vallenato en la obra periodística y de ficción de García Márquez y el vallenato; intentaremos ahora, mediante algunos ejemplos tomados de canciones, mostrar cómo éstas sirven de modelo para la construcción de la obra literaria garciamarquiana. Esta relación se da a diversos niveles.

Nivel temático
En primer lugar entre los dos discursos se da una gran afinidad en el entorno en que se sitúan las historias: la geografía, el paisaje situado entre la sierra, el mar y el río, los veranos verracos y los inviernos infernales, las crecientes y las sequías, son muy parecidos. La invención de Macondo parece responder al clamor del sacerdote Enrique Pérez Arbeláez (1952), quien, tras esbozar un inventario nostálgico de las ricas manifestaciones culturales de la región, descrita en términos arcádicos como el reino de lo espontáneo, lo genuino, la sencillez, la castidad, la franqueza y la fidelidad, lamenta que este ámbito no haya sido registrado ni por la ciencia ni por las artes plásticas ni por la literatura. Los términos con los que Arbeláez pinta el Magdalena, coinciden con los rasgos de Macondo: un mundo aislado, arraigado en lo regional, el cual, gracias al poco contacto con el exterior, había fortalecido sus tradiciones, sus fórmulas típicas de vida y belleza que con las explotaciones agrícolas tecnificadas, el cine y la radio, iba perdiendo su exquisita poesía. El acordeonista  componía y cantaba de finca en finca, de pueblo en pueblo, llevando el mensaje de su canto, relacionado de manera firme con el entorno y a través de sus cantos, mirados en conjunto, se puede seguir como en CAS, la historia de un pueblo, del cual Macondo es un emblema. Si CAS es mucho más que un vallenato: constituye la saga de los pueblos del Caribe con sus variantes históricas, sentimentales, humorísticas, fantásticas, satíricas, etc.
No sorprende, pues, que muchos de los motivos que pueblan la narrativa de GGM y, en especial, de CAS, han sido explorados por los cantos vallenatos. Mencionemos algunos. Calixto Ochoa en “El fenómeno” nos presenta un caso de incesto que culmina con un hijo monstruoso, aunque no con cola de cerdo. El suceso terrible se narra con un tono de broma:
En un pueblecito llamado la Guayola/ Salió una señora encinta de un hermano/ Les echo el cuento y se imaginan que esto es broma7 Porque causó horror lo que esa niña ha alumbrado // Nació aquella criatura sin físico de gente/ Y con un parecido a muchos animales/ Con un lucero blanco en el medio de la frente/ Con el cuerpo peludo lo mismo que un salvaje// También nació con rabo igual a un mico/ Y otros defectos raros en su cuerpo/ Como sería de tan mal parecido/ Que hasta la madre se privó del miedo”

Otro motivo es el de los inmigrantes libaneses vistos con admiración, pero no sin cierta ironía por su apego al dinero. El mismo Calixto Ochoa en el merengue “El turco Rolo” realiza una caricatura de uno de estos personajes que no desperdicia ni la muerte de la mujer para promover las ventas de su negocio: “Una vez murió una turca la esposa del turco Rolo/ De las cosas de ese turco hubo mucho que decir/ Porque cuando la difunta suspiró y viró los ojos/
El turco soltó un requiebro y en el canto dijo así/ Ay Paula te acabaste Paula/ Ay Paula lo único que le voy a pedir al alma tuya/ Es que de ahora en adelante la clientela no venga / con que fíeme la camisa / con que fíeme la pantalona/ con que fíeme la zapata/ y que todo lo que venga/ sea con la plata por delanta/ ay Paula / Velorio donde el turco rolo (bis)// Él mandó a hacer los carteles y en ellos mandó a poner/ invito a tos mis amigos al sepelio de mi esposa/ pero antes del entierro los invito al almacén/ a mirar el baratillo que todo es de última moda”

Otro motivo fundamental en la obra de GM es el de la casa que casi le dio título a su novela inicial. El compositor Camilo Namén, en “La casa ronera”, con un despliegue imaginativo que no desmerece frente al de GM, nos describe una casa de su exclusiva invención, construida con fines puramente etílicos: “Voy hacer una casa de material/ y en el patio
una terraza ronera/ (Bis) con asientos de cuero la voy a amoblar/ que aguante el movimiento de la gente parrandera// Un aparato raro también voy a inventar/ en la puerta de la casa que quede de primera/ el que no sea invitado que no lo deje entrar/ y aquel que esté borracho lo eche para afuera// También voy a comprá un robot( pa' que me haga los manda'os ... (bis)/ que salga corriendo cuando se acabe el ron/ y que me traiga el hielo bien pica'o.”
Otro de los elementos que acercan el vallenato a las obras de Gabriel García Márquez es la perplejidad ante la modernidad. El ámbito en el que se mueven los personajes de las canciones es como en los comienzos de Macondo una especie de Arcadia bucólica, el paraíso de los pueblos aislados con sus modos de vida patriarcales que garantizan una felicidad simple y silvestre ajena al demonismo del progreso. En “El testamento” en que el hablante no disimula su molestia por tener que embarcarse en un tren:” Y entonces/ me tengo que meter/ en un diablo/ al que le llaman tren” (A: 339). Este fenómeno es mucho más notable en composiciones de Calixto Ochoa como “El compae Menejo”, “El ascensor” y “El espejo del chinito” y las canciones protagonizadas por el personaje Remanga que constituyen toda una saga del hombre del campo atropellado por la modernidad.  
En “El calabacito Alumbrador” de Calixto Ochoa nos encontramos con el tópico de la perplejidad ante la luz eléctrica que también aparece en CAS: “El compae Menejo nació en una montaña/ Y  nunca había visto luz eléctrica en su vida/ Y una vez salió del monte para Sampués/ y allí no hallaba qué hacer cuando vio la luz prendida.// Sí señores/ Resulta que compae Menejo nunca había salido al pueblo/ Y una vez salió en su burro prieto a Sampués/ Cuando llegó era de noche y los focos estaban prendidos/ A él eso le causó admiración y le dijo a uno que venía por la calle/ Mire ¿dónde venden esos calabacitos alumbradores?/ El tipo le dijo: Ahí en frente/ Bueno él fue a la tienda y le dijo a la dueña de la tienda/ Despácheme un calabacito que sea alumbradó/ ¿Calabacito alumbradó? Dijo la dueña de la tienda/
Y esos cuáles son/ Ombe esos que están alumbrando la calle/ Ah bueno. Bueno se lo despachó/ Y arranca compae Menejo pa la montaña/ Cuando llegó donde la mujé le dijo:/ “Mujé, te digo que ese Sampués ahora sí está en adelanto; / hay unos calabacitos alumbradores / y aquí te traigo uno pa que le saques la semilla y la siembres/ Dice la mujer: Uso, pero es que son chiquitos/ ¿Chiquitos! dijo compae Menejo No mujer/ lo que pasa es que están atropellaos del verano, ¿oíste?/ ojalá vieras el bejuco pa que veas cómo está seco no tiene  ni una hoja.” 
Como en CAS, por las calles y las casas y callejones de la música de acordeón es constante la presencia de seres fantasmales, muertos que no se acostumbran a la rutina de la muerte y regresan a la tierra a pedir cosas como ocurría con Prudencio Aguilar en Macondo. Un caso pintoresco es el de “El muerto borracho”, que sale a pedirles ron a los hombres, besos a las mujeres y a preguntar dónde hay baile: “En la esquina e la calle Cerra/
Sale un muerto pero borracho/ Él les pide un beso a las hembras / Y a los hombres les pide un trago”.
Múltiples son los tópicos de la música de acordeón que reaparecen en la obra de GGM. Mencionemos algunos con las correspondientes composiciones: la peste, el circo, el carnaval, la cocina popular, la medicina natural, la magia, las apariciones, la religión, los personajes típicos o pintorescos, los militares de la guerra civil, los médicos, los piratas, los curas, el toque de queda, los gitanos, el contrabando, el cachaco, la matrona, etc. 
Como toda la música popular, la música de acordeón explora los grandes temas del pensamiento universal –la vida, la muerte, lo sobrenatural, lo sagrado, la soledad y el poder. Son incontables los cantos adulones a los políticos de turno. 

NIVEL COMPOSICIONAL
Entre la canción vallenata y la obra literaria se advierte una afinidad genérica: la narratividad, en la medida en que ambas formas relatan acontecimientos. Muchos cantos vallenatos anuncian al comienzo su asunto como en los romances y en la epopeya y los corridos mexicanos. Tal es el caso de “La Diosa coronada” de Leandro Díaz, canción de la cual extrajo García Márquez el epígrafe de El amor en los tiempos del cólera: “Señores, vengo a contarles,/ hay nuevo encanto en la sabana.”  En “los funerales de la Mamá Grande”, cuento que marca la asunción por García Márquez de una perspectiva popular para sus narraciones, se utiliza el mismo recurso: “Esta es, incrédulos del mundo entero, la verídica historia de la Mamá Grande...
Cabe aclarar que la presencia de la narratividad no puede generalizarse a los cantos vallenatos como lo ha hecho el propio GM. Estudios rigurosos de investigadores como J. Gilard (1987) e Ismael Medina (2003) en su análisis de la obra de Escalona muestran que la mayoría de los cantos de la música de acordeón son más líricos que narrativos. 
En las composiciones de Escalona se maneja la estructura de la saga: los personajes pasan de una obra a otra y la suma de los cantos configura una novela cantada con acordeón sobre sucesos de la vida cotidiana que de ese modo se divulgan en su tierra y fuera de ella. Ligada a la voluntad de contar y de persuadir al lector acerca de la verdad de lo referido es frecuente en la música de acordeón el uso del dato circunstancial, los detalles descriptivos plásticos, producto de una aguda observación, que amarran el relato a la realidad y lo cargan de verosimilitud.  En “La vieja Sara” de Rafael Escalona, el hablante no se conforma con decir que le dará un regalo a la amiga, sino que especifica cuál es, cómo es  y para qué podría utilizarlo: “También le traigo su regalito/ de un corte blanco con su collar/ pa´ que haga un traje bonito/ y flequetee por el Plan (Araujonoguera 1988: 337) 
En otro canto de Escalona, “El compadre Simón” son admirables los detalles que precisan la penosa situación del personaje que ha sido desterrado de su entorno por la voluntad de su madre: al partir, su desasosiego es tal que su sombrero queda enganchado en un peralejo; y su nostalgia queda plasmada en el gesto de salir todas las noches a ver las luces que alumbran el caserío donde vivía. Aunque su origen podría estar también en la experiencia del periodismo como en la lectura de narradores tan cuidadosos como Borges, en Cien años de soledad este recurso es frecuente. Recordemos el jarabe que tomaba el armenio para volverse invisible o la taza de chocolate que se bebía el cura que levitaba o las sabanas blancas de bramante a las que se aferró Remedios en su vuelo hacia el cielo.
Clave también en las composiciones es el tono imperturbable aún para las situaciones más inverosímiles. En “La creciente del Banco” de Luis Enrique Martínez aparece un bagre poniendo discos. En “La inocente”, del mismo autor, una niña juega con muñecos pese a pasar de los veinte años de edad. Y en “El incrédulo” se registra el castigo de Dios a un blasfemo. Esta actitud natural hacia los hechos contribuye a hacer creíble una realidad que linda con lo insólito, con lo maravilloso, con el milagro, la superstición y la magia.

Nivel estilístico
En la música de acordeón como en el relato oral caribeño es recurrente el uso de las hipérboles que le confieren a la realidad un matiz pintoresco. En “El hombre modelo” de Luis Enrique Martínez, canción estructurada desde la ironía, se nos habla de un Leonidas que se va a casar y a quien el cura exime de la confesión, hecho que sorprende al narrador “porque tantas cosas que ha hecho en esta vida/ entre cielo y tierra los tiene ocultados”.
En una composición de Escalona conocida como “La fiera de Pavajeau” o “El perro de Pavajeau” se exagera la bravura del animal al planear enfrentarlo con un tigre y al compararlo con un militar conocido: “De Patillal le vino un perro a Pavayó/ que por rabioso le decían “el Mayor Blanco/ del patio de la casa desterró/ los pollos, las gallinas y hasta el gato.// Tuvo noticias que un tigre lo amenazaba/ y Pavayó como es amigo de don Pedro/ le dijo yo le voy a dar mi perro/ para que cuide a Migue en la montaña” (317).
Además de la semejanza en cuanto a la estructuración narrativa, a la escogencia de motivos, al uso de hipérboles y datos circunstanciales, existen otros vínculos visibles con la obra garciamarquiana como el uso del léxico caribeño, las palabras, los refranes, los dichos, en fin, los regionalismos usados con moderación. Así en “El testamento” de Escalona encontramos: “Y entonces me tienes que llorar/ y de ñapa me tienes que rezar (339). 
Por otra parte, la construcción sintáctica, elíptica, simple, incluye lugares comunes, metáforas y metonimias lexicalizadas o perífrasis manejadas oportunamente, aliadas a la eliminación de cultismos y términos intelectuales.  En “La custodia de Badillo” se nos habla de “una 45 en la puerta´e la iglesia (397); en “La patillalera” no se refiere al dinero sino a “la que brilla” (A: 366). La música de acordeón muestra con frecuencia un cuidadoso manejo del lenguaje.

Visión del mundo
Lo más sobresaliente en la relación entre los dos discursos, el de la música de acordeón y el garciamarquiano, es la semejanza en la visión del mundo: una concepción amplia de la realidad y una imaginación desbordada que va más allá de lo racional, borra los límites entre la realidad y la ficción, incluye las creencias ancestrales, los mitos de la gente, sus leyendas, y en la que con frecuencia aparece el fogonazo plácido del humor irreverente. En “Rosa María” de Escalona el hablante no solo le promete a la hija un manantial que brote de lo más alto de la serranía, sino también traerle “un conjunto de sirenas/ para que le canten en su manantial” (378). O la internacionalmente célebre casa en el aire que el padre le quiere construir a su hija en la pieza “Ada Luz”: “Te voy a hacer una casa en el aire/ Solamente pa´ que vivas tú;/ Después le pongo un letrero bien grande/ Con nubes blancas que diga: “Ada Luz”. Compositores que han querido emular a Escalona han creado por ejemplo el “Avión de nieve” como ocurre con Adriano Salas que es una clara respuesta a “La casa en el aire”. Igual ocurre con “La casa ronera” de Camilo Namen con sus aparatos para echar borrachos y controlar las vulgaridades y muebles que resisten el movimiento de los parranderos. La nota irreverente está en “El pobre Tite” de Rafel Escalona, en el que el hablante hace una promesa para que el barco insignia de la Armada Nacional, utilizado para perseguir el contrabando, lo hundan: “Barco pirata bandido/ Que Santo Tomás me crea/ Una fiesta le he ofrecido/ Cuando un submarino/ Te voltee en Corea” (369).
En cantos como “La ciencia oculta”, “El mago del Copey”, “La planta milagrosa” y “El mago de Arjona”, domina una visión del mundo antisolemne, carnavalesca, que se integra con la percepción extrasensorial, la pararrealidad, la adivinación, la concepción mágico-religiosa con sus ritos de hechicería, rezos, conjuros, presagios, barajas, fantasmas que confluyen en el realismo mágico. La religión mezclada con la superstición lleva a situaciones en las que los vivos se encuentran y dialogan con el diablo (“Encuentro con el diablo” de Camilo Namén) o traen a la tierra cartas de los santos (”Los santos y yo” de Héctor Zuleta). 
En lo relativo a la visión del mundo cabe destacar también la celebración de la fiesta, el canto, la música, la parranda interminable, el culto de la amistad y la visión hedónica de la vida presente en numerosas canciones como “El rico pobre” de Tobías E Pumarejo o “La caja negra” de Rafael Valencia cuyo lema podría ser la lápida que sus amigos le pusieron en la tumba  a Aureliano Segundo: “Apártense vacas que la vida es corta”. La alabanza y la afirmación del modo de ser Caribe ligado a una visión  despreocupada que no le otorga gravedad a ningún problema es otro de los rasgos que unen la visión del mundo de los cantos con la obra de GM. Son incontables los cantos en los que está presente la actitud irreverente ante las instituciones, las personajes que ejercen altos cargos oficiales, el ahorro, la prohibición de la bebida, la fidelidad a la mujer. Mencionemos algunos: “El bachiller”, “El hombre divertido”, “El tratamiento”, “El coralibe”, “El hombre casado”, “El villanuevero”, “La dejó el tren”, “El gatico”, “El suicidio de Esteban”,  “La pijama de palo”, “La garra”, “El niño inteligente” y “Si el mar se volviera ron”.
Muchas canciones vallenatas asumen, como en la obra garciamarquiana, una posición crítica ante la injusticia y la corrupción. Tal es el caso de “La reforma agraria” de Armando Zabaleta o la denuncia de las arbitrariedades de los religiosos en “La custodia de Badillo” de Rafael Escalona y en “Los altares de Valencia” de Calixto Ochoa. 

García Márquez en la música de acordeón
Complejo e interesante juego de relaciones: García Márquez encuentra en las letras de la música de acordeón un modelo narrativo que lo ayuda a solucionar parte de los problemas que le plantea su absoluta vocación de contador de cuentos y, así, sin empachos de ninguna clase, toma del vallenato –y de uno de sus más geniales compositores, Rafael Escalona-, lo conveniente, con lo que contribuye al rescate y la popularización de tan importante música. Pero lo más interesante es que el vallenato no ha sido un elemento pasivo; él también supo incorporar la lección garciamarquiana y en compensación ha convertido a García Márquez en un personaje más de los cantos vallenatos y del pueblo, como la vieja Sara, Tite Socarrás, la señora patillalera, etc. Varios libros de GM han motivado canciones: tal es el caso de Crónica de una muerte anunciada y El amor en los tiempos del cólera. Y muchos tópicos adoptados por los nuevos compositores surgen de sus lecturas de la obra garciamarquiana como los cantos a Francisco el Hombre o a la elegía del compositor Santander Durán, “Las bananeras”, que retoma el tema histórico de la masacre de 1928, al parecer ignorada por las cantores de su época. 
Vuelto personaje de los cantos, GM consiguió lo que el coronel de su novela tanto temía: la inmortalidad que confiere a cualquiera el que lo “saquen en una canción de Rafael Escalona”. Uno de los últimos cantos de Escalona se llama “El vallenato Nobel”, el cual no es más que la recreación hecha por el compositor de un suceso que experimentó vivamente: “Gabo te mandó de Estocolmo/ un poco de cosas muy lindas:/ una mariposa amarilla/ y muchos pescaditos de oro.// Gabo sabe lo que te agrada,/ por eso él te manda conmigo/ el perfume desconocido/ que tiene un olor a guayaba.// También te manda/ las mariposas amarillas/ de Mauricio Babilonia.// Le mostré las frases tan lindas/ que escribiste en un papelito/ pa´ que se dé cuenta Gabito/ que yo si tengo quien me escriba.//

Si el canto anterior celebra a GM, hay dos que lo critican: “Aracataca espera” de Armando Zabaleta y “El engaño” de Adolfo Pacheco que cuestiona el papel de GM en la marginación de la música de acordeón sabanera por parte de los vallenatos: “Buscaron a Alfonso López/ Hicieron un festival/ Se valieron de la prensa / Y dijeron que el folclor/ Típico y muy regional/ Legendario y bullanguero/ Era el de Valledupar/ Y como en Cien años de soledá/ glorificaron a Rafael/ hoy el que no toca el ritmo aquel/ es como si no tocara na”

CONCLUSIONES
La revisión de la obra periodística y literaria de GM revela la referencia constante de esa manifestación cultural que se reitera como una obsesión. Mientras que en la obra periodística, el escritor ha intentado esclarecer la historia y las características del vallenato, destacando su origen popular, su entronque con el romancero, su arraigo en la realidad su índole narrativa de correo cantado -punto discutido por investigadores- y su carácter poético superior al de la poesía colombiana de la época. En esos textos, GM pondera el aporte del compositor Rafael Escalona, quien le confirió a la tradición popular una dimensión literaria mucho más exigente, acorde con su formación intelectual letrada, a diferencia de los cultores primitivos campesinos analfabetos. En los cantos de Escalona, García Márquez vio desde los años 50 la realización de su proyecto narrativo, similar al que desarrollaban silenciosamente Antonio Brugés Carmona y José Félix Fuenmayor: la construcción de una literatura nacional a partir de la oralidad y la cultura popular. Los dos modelos nacionales contrarrestaron el influjo avasallante de autores como Hemingway  y  Faulkner, quienes ponían en peligro la identidad literaria del novel escritor. 
Las letras de la música de acordeón le proporcionaron a García Márquez un modelo narrativo para tratar motivos y temas afines la cultura Caribe donde se formó. Aunque algunos estudios estadísticos han demostrado que la narratividad no es un rasgo dominante de la música de acordeón, fue lo que a GGM le llamó la atención de esta manifestación poético musical hasta convertirla en una fuente clave de su obra, en principio secreta para unos cuantos entendedores, a la que los estudiosos no habían tenido en la cuenta por su precario prestigio y su difícil acceso 

La identificación de García Márquez con la visión del mundo de los cantos, que es la misma de la cultura popular del Caribe, constituye una de las razones para la aceptación multitudinaria de su obra. A diferencia de mayoría de los escritores latinoamericanos que han padecido una mímesis de lo foráneo GGM forma parte de un grupo no muy numeroso de escritores que sin desconocer la escritura de vanguardia de occidente han tenido el acierto de acercarse a beber en las fuentes de la cultura popular, para apropiarse de la palabra alada del taburete y la calle, la esquina y la plaza de mercado, muy ligada al desarrollo inicial de la música de acordeón. Gracias al respeto de  GM por  la dignidad de la cultura popular, su obra tiende puentes entre la comarca oral y la ciudad letrada, entre Cepeda y Fuenmayor, entre Melquíades y Francisco El Hombre. 


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