lunes, 16 de septiembre de 2013

PONENCIAS: La Indisoluble relación entre el Folclor y la Literatura

La indisoluble relación entre Folclor y literatura


Conferencia de Fausto Pérez Villarreal
Valledupar, mayo 30 de 2013
Tenemos como ejemplo los cantos de nuestros juglares: Pacho Rada, Guillermo Buitrago, y antes que ellos, los viejos acordeoneros y cantantes que por limitaciones de sus épocas no pudieron dejarnos una evidencia sonora.
La Literatura folklórica, por su parte, es aquella realizada por escritores cultos que representan situaciones de índole folklórica, como por ejemplo el universo narrativo de Gabriel García Márquez.
De alguna forma, el folclor sigue siendo la savia que alimenta a la literatura; como también, esta última sigue siendo el punto máximo que puede alcanzar el primero.
En ese orden de ideas, la pérdida de la memoria colectiva puede tener efectos desastrosos para un pueblo. Y uno de sus primeros damnificados son sus costumbres, su cultura, su folclor, su esencia.
El folclor literario contribuye a formar una conciencia propia, predispone a mirar lo que tenemos más cerca de nosotros mismos.
Mi acercamiento a la música y mi culto hacia ella, obedece a tres aspectos fundamentales que no los puedo desligar: el gusto por la sonoridad; el respeto a la estética de nuestros artistas generadores de alegría, y a la tarea que me he impuesto de difundir por medio de la literatura, la obra de esos creadores.
Hago esto porque tengo el convencimiento pleno de que la historia de nuestros músicos, cantantes y compositores es también la historia de Colombia.
La Historia Patria no sólo comprende la evolución de nuestros aborígenes, ni la vida y las proezas de nuestros próceres, ni la división política y social de nuestro territorio.
La vida y obra de nuestros creadores musicales conforman, también, un capítulo insoslayable en el derrotero de nuestra existencia.
De los treinta años que llevo inmerso en el complejo y fascinante mundo de la escritura, he dedicado más de la mitad de ellos, al ejercicio de entrevistar a maestros de la música popular del Caribe colombiano.
Busco siempre darles protagonismo, resaltando sus obras, mantenerlos vigentes aunque hayan sucumbido ante la avalancha fatua de la moda.
“Es que esa es música para viejos”, “Esa música pasó de moda”, suelen decir muchos al escuchar una canción de un cantante u orquesta que goza de buen retiro o que ya no pertenece al mundo de los que respiran. Es un craso irrespeto a la historia y un desprecio imperdonable a las raíces, porque la música no envejece ni muere. Permanece pura, inmutable, al margen del tiempo.
Exponentes de la cumbia, el porro, el paseo, la puya, el merengue, la guaracha, el chiquichá, el paseaíto, el pasebol, el merecumbé, el chandé, la chalupa, el son, y tantos y tantos aires y ritmos que constituyen la banda sonora de nuestra geografía, han dejado sus conceptos perpetuados en mi grabadora. Bien sean compositores, cantantes, repentistas, decimeros o instrumentistas. Fragmentos de sus vidas y obras las he transmitido por medio de  espacios radiales, en páginas de diversas publicaciones locales, regionales y nacionales, o en los libros que, en forma solitaria y quijotesca, he publicado después de empeñar el patrimonio familiar.
Las de nuestros maestros musicales –auténticos generadores de hilaridad- son lecciones de vida que nutren el espíritu.
‘Alfredo Gutiérrez, la leyenda viva’ (publicado en 2001), ‘Nelson Pinedo, el almirante del ritmo’ (en 2006), ‘Juan Piña, al fondo de su alma’ (en 2010) y ‘Aníbal Velásquez, el mago del acordeón’, son los personajes que me han permitido textos de largo aliento, condensados en libros. A esos títulos se adiciona uno más, que está en proceso de revisión final, que Dios mediante saldrá a la luz, a más tardar, en el primer trimestre del año próximo: ‘Cantos que encantan’.
Todo esto sin ahondar en los libros de reportajes y crónicas con variados artistas del Caribe colombiano como ‘Música y maestros de nuestra tierra’ y ‘Voces, guitarras y acordeones’.
Mi propósito supremo con estas obras es recordarles a los viejos y a los contemporáneos míos, y mostrarles a los jóvenes, que tenemos un comienzo, una memoria, una historia, una identidad.
Que nuestra historia musical no arranca con Carlos Vives, ni con Shakira ni con Juanes, que ellos con plausibles méritos, por supuesto, son producto de una tierra fértil, homogénea y heterogénea en permanente ebullición.
¡Qué cátedra de identidad, de reconocimiento a sus valores, de conocimiento y respeto cultural nos dan los mexicanos en ese aspecto!
En ese país, un niño de diez años sabe quien fue Pedro Infante, pese a que éste tiene más de medio siglo de fallecido.
Conozco aquí en la Costa a más de un adulto que ignora quien fue Tobías Enrique Pumarejo o desconoce quién es Rubén Darío Salcedo o jamás ha escuchado una gaita de Antonio Fernández. Y no es exageración.
¡Qué pena, señores! Carecemos de una verdadera y sólida política estatal encaminada a la conservación de nuestra identidad cultural!
Y esto debe empezar en casa, sin imposiciones. No se trata de escuchar solo la “música vieja”, entre comillas, sino que cuando lo hagamos procuremos tener cerca a nuestros descendientes menores de edad y contarles la importancia de ese tipo de canciones, de lo que significa en nuestra cultura popular. Así se empieza a preservar la memoria.
Además de esa instrucción familiar nos queda el recurso de la palabra y la prosa para combatir el flagelo del olvido. Por eso el folclor y la literatura jamás podrán desligarse. La una necesita de la otra.
Y en lo que a nosotros, los que somos escuderos de la preservación de nuestra música, nos queda la tarea de difundir la obra de los juglares criollos.
Es nuestra misión, nuestra función, nuestra obligación, nuestra suerte, nuestra querencia.
¡Muchas gracias! 

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